Saludos, Doña Muerte

Todo parecía ir a peor. Conducía en medio de un atasco en la A5.  La lluvia golpeaba mi coche con la furia de los dioses. El reloj marcaba las 9:10 y yo tenía que fichar en el curro antes de las 9. Decidí llamar a mi jefe, pero el móvil parecía no tener cobertura. Decía “sin red”, o algo así… La manada de coches se movía unos segundos entre intervalos de dos o tres minutos. Yo me llamaba Mario y era uno entre los conductores de cientos de utilitarios en la carretera. Me pregunté quién sería el imbécil que permanecía a la cabeza del rebaño. Imaginé a un loco divirtiéndose entre los carriles. Maldito enfermo psicópata. Pensé que sería mejor relajarse un poco y puse la radio, buscando algo de música que consiguiese evadirme de la realidad. Sonó David Bustamante: el mundo estaba enfermo y no tenía remedio. Todos mis compañeros de la A5 lo sabían de alguna manera, pero solo podían intentar avanzar entrecortadamente.

Empezó a oler a quemado. Lo que me faltaba, seguramente el motor no aguantaría esto. Si apenas podía aguantarlo yo, mucho menos lo haría un Ford Escort de 17 años. De pronto noté cierto matiz de podredumbre que se mezclaba con el olor a chamusquina. ¿Un gato en el motor?

-¡Mierda!- grité.

-No es mierda, huele a muerte -me contestó una voz ronca y hueca.

Se parecía a mi voz, pero en mujer, y venía del asiento trasero. Miré en el retrovisor: solo mis ojos y lluvia. Giré el cuello y vi al espectro, si es que se le puede llamar así.  Enseguida la reconocí, como el que ve un rostro familiar que había olvidado. Era la mismísima Muerte. La Muerte accedió con cierta dificultad al asiento del copiloto.

-Vamos a ver, Mario… ¿A dónde vas?

-A… trabajar…- dije con miedo a que mi respuesta no le gustase.

-Ah, claro… Te veo un poco alterado, ¿hay algún problema?

Pensé que era una broma de mal gusto. Mi propia Muerte riéndose de mí.

-¿A ti qué te parece? No es el mejor día de mi vida- apagué la radio.

-¿Quieres decir que estás listo para morir? En eso puedo ayudarte.

 -Vamos, nadie lo está… ¿qué mierda de pregunta es esa? ¿la has sacado de un spaguetti western?

-Mario, cuando no quieras vivir yo puedo ayudarte a que dejes de hacerlo… llevo en esto toda tu vida.

-¿Pero por qué a mí? Vete a por mi vecino, es un facha con depresión.

-Idiota, no has entendido nada… yo solo trabajo para ti.

La Muerte cogió mi cigarro electrónico.

-¡¿Qué coño es esto?! –gritó. Sacó un paquete de Fortuna y me ofreció uno. Fumamos juntos bajo el estruendo de la lluvia golpeando el capó. La Muerte y yo reduciendo la suerte a cenizas.

-Mira amigo, he notado que últimamente te falta motivación.

Vi como los conductores de los demás vehículos yacían en la misma posición, mirando al vacío. Escuchando a Bustamante o a cualquier otro suministro tóxico.  Sentados sobre el asfalto.

El camión que circulaba detrás de mí empezó a pitar. Tocaba avanzar otros cinco metros.

-Ya pero no soy el único. Todo el mundo anda jodido. ¿No lo ves?

– Cierto, pero no voy a ponerme a juzgar a todo el mundo. Mira, todos ellos tienen a su propia Muerte.

Me fijé y era cierto. Una muerte en cada asiento trasero de cada coche. Las había de todo tipo: altas, bajitas, con pelo corto, flacas, gordas, niñas, ancianas…

-Menudo baile.

-¡Jajaja…!- rió mi Muerte. –Huele a podrido, ¿qué llevas en el maletero?

Recordé que no había sacado la compra que había hecho dos días atrás… No era mi Muerte lo que olía, era la muerte de los productos del súper, la muerte del consumo semanal.

– Llevo un kilo de judías verdes, chuletas de Sajonia, un kilo de peras, un pollo, yogures y una botella de vino Rioja. Además he comprado unas plantillas de zapato que amortiguan la pisada, son caras pero espero que merezcan la pena…

-Eres ridículo. Mira Mario, no te quiero engañar… Mereces la muerte.

La Muerte alargó su huesudo brazo y consiguió sacar la botella del maletero. La descorchó y me ofreció beber.

-Está prohibido, conservo todos mis puntos de circulación.- dije como intentando distraer un destino fatídico.

-¡Jajaja!- volvió a reír la muerte.- Me caes bien.

El camión volvió a pitar. Avancé de nuevo.

Poco a poco parecía aligerarse el tráfico, las detenciones eran mucho más cortas.

Mi Muerte y yo permanecíamos en silencio. Sentí lástima por la humanidad. Tan ridículos entre nuestros atascos y nuestros supermercados. Había tardado quince minutos en decidirme por las judías verdes y había pedido que me pesasen las chuletas de Sajonia dos veces por si acaso. Yo era un estúpido, más aún que el resto de conductores.

De repente estallé a reír. Todos allí con las manitas sobre el volante, hacia… ¡vete tú a saber dónde! ¡Jajaja! Me pareció una escena de lo más entrañable.

La fila de coches se detuvo en un frenazo espectacular. Vi cómo el camión al que precedía se abalanzó sobre mi pequeño ataúd de lata. La Muerte y yo nos miramos rápidamente. Ante mi miedo, la nada dentro de las cuencas de sus ojos…

Desperté con un fuerte dolor de cabeza. Seguía en la carretera, pero mi Muerte había desaparecido. Salí del coche a trompicones, y el otro conductor se había bajado del camión y venía gritando hacia mí. Emitía unos alaridos que traspasaban la locura. Como salido del infierno, apareció un pequeño coche amarillo llevándose al camionero por delante. Sus restos de hombre de mediana edad, quedaron esparcidos por el asfalto hasta que la lluvia volvió a dejar la calzada en su color habitual.

Mario Hitta